Nos hemos acostumbrado en nuestras vidas cotidianas a afirmar que el tamaño importa. En lo afectivo, lo sexual, lo familiar, lo socioeconómico, etc, nos hemos acostumbrado a afirmar que más es mejor, que aquello que es bueno es grande. También lo aplicamos en lo cinematográfico, pero lo que nadie parece tener claro, en el caso de que el tamaño efectivamente importe, es ¿el tamaño de qué?
Aplicado este lugar común al cine, quizá lo que deberíamos determinar es si nos referimos a los $ 356 millones que costó producir Avengers Endgame (Anthony & Joe Russo, 2019), o a las casi 5 horas que dura la monumental y memorable The Memory of Justice (Marcel Ophüls, 1976), o a lo inmensamente conmovedora que resulta la sequedad expresiva de Le feu follet (Luis Malle, 1963), o a la polisemia juguetona de Les glaneurs et la glaneuse (Agnès Varda, 2000). Así pues, ¿el tamaño de qué?
La pandemia que asola al mundo desde hace más de un año y medio nos ha dejado con muchas menos opciones vitales de las que teníamos, y la producción cinematográfica no ha sido una excepción. Las reclusiones obligatorias, la imposibilidad de viajar o la desaparición prolongada de las reuniones en grupo han supuesto un enorme parón en la industria que aún no está completamente resuelto. Pero también ha supuesto un reto para los directores que muchos ni siquiera han visto pero que algunos han decidido asumir con el arrojo que caracteriza a los creadores genuinos: por ejemplo, Jerzy Skolimowski, a sus 82 años, hizo un bellísimo cortometraje (To nie my / It’s Not Us, 2020) acerca del aislamiento de varios meses que pasó con su mujer en una isla italiana donde iba a filmar su siguiente largometraje. Y también hemos tenido el ejemplo de numerosos cortometrajistas, veteranos y noveles, que han filmado en sus casas, en sus azoteas, en sus balcones, con mejor o peor suerte, historias que representaban un testimonio de la soledad y de la precariedad de recursos, cierto, pero también de su capacidad para sobreponerse al contexto y entregar obras significativas. Preguntábamos y nos preguntábamos, ¿el tamaño de qué?
No hay fórmulas mágicas para crear obras en el cine (aunque es verdad que, por desgracia, existen más fórmulas que impulsos creativos genuinos), pero no deja de ser cierto que es perfectamente posible hacer un cortometraje de ficción sobre la I Guerra Mundial en tu balcón con palillos, o un cortometraje musical-animado en el baño con pistachos, o un cortometraje documental sobre la vida de tu gato y su relación con el microondas. Aquí debo explicar como referencia que, a pesar de que ha creado películas como la serie de Histoire(s) du cinéma (que en total deben durar unas 5 o 6 horas), mi película favorita de un genio como Jean-Luc Godard es un cortometraje maravilloso (Lettre à Freddy Buache, 1982) de apenas 11 minutos de duración en el que, a caballo entre el ensayo y el documental tradicional, disecciona con un hacha las obligaciones y ambiciones de un cineasta. Las restricciones que hemos sufrido y que parcialmente seguimos sufriendo nos han enseñado de nuevo una vieja y valiosa lección: la relevancia de las obras que creamos está determinada por el tamaño de nuestro genio y nuestro ingenio. Eso es lo que importa.
Víctor M. Muñóz
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